domingo, 21 de mayo de 2023

PaZ


Iba a pasar, se veía venir; tenía que suceder. Vuelvo a sentarme (incómodo, estoy en el sofá) delante del ordenador para… para expresarme; para vomitar, quizá; para ordenar (de nuevo) algunas experiencias, emociones y situaciones que he vivido últimamente. Le he dado muchas vueltas a lo que quiero decir, y a lo que no; a lo que debo publicar, y a lo que es conveniente reservarme. Y al final, como suele suceder, no tengo ni puñetera idea del puerto en el que atracará este texto. Veámoslo.

Mis lectores más fieles y avezados habrán podido observar que, cuando paso mucho tiempo sin publicar, es sencillamente porque estoy bien. “Bien” resulta un concepto un poquito escurridizo, puede significar muchas cosas y referirse a distintos planos de mi escueta realidad. Como hago a veces (cuando no estoy bien, sobre todo), he repasado mis últimos textos y he podido comprobar que, al menos desde hace algún tiempo, cuando digo que estoy bien me refiero a que me siento tranquilo, en paz, sosegado. Sin ansiedad y sin ganas de huir a ninguna parte. Conforme con mi vida y mi micromundo, tan acogedor, por otro lado. Contento de estar en mi casa, haciendo croché (por ejemplo) y viendo una serie. Feliz de encontrarme con los amigos y de compartir con ellos conversaciones trascendentales o simples gilipolleces. Durmiendo sin sobresaltos y levantándome sólo medianamente preocupado por esas pequeñeces que nos suelen entretener el día a día. Fíjate tú, qué cosa tan simple. Pues tiene mucho valor, ese estado. Muchísimo. Me ha costado años de experiencias, descalabros, euforia, encuentros y desencuentros, darme cuenta de semejante perogrullada. Y así estaba yo, en ese beatífico éxtasis de la calma chicha, hasta hace poco tiempo. Luego ocurrieron algunos sucesos que me han desestabilizado mucho. Algunos lacerantes; otros más festivos. Pero entre unos y otros, mi paz se ha ido a tomar por culo (sin bromas fáciles, please).

Lo he dicho en otras ocasiones: me asustan tela los cambios; y cuando sobrevienen (sobre todo los cambios que yo no he elegido), muchas veces recurro a esa tentadora herramienta de la resistencia: me revuelvo, lucho, manipulo y me arrastro por el suelo, si hace falta, para evitar que el cambio ocurra. Puedo llegar a distorsionar por completo la realidad (en mi cabecita y en la de otras personas) con el objetivo de que permanezca el statu quo. Este deporte, tan poco saludable, suele causarme lesiones que van aflorando en el medio y largo plazo. Esto yo siempre lo he sabido, pero me ha dado igual: con tal de sacudirme la ansiedad inmediata, despliego comportamientos y actitudes que suponen una triple traición: traición a la verdad de lo que está ocurriendo; traición a la otra persona (y a sus voluntades y deseos); y traición (esta, la más gravosa) a mí mismo. He llegado a faltarme el respeto a niveles de récord Guiness. Y total, ¿para qué? Pues para pasar el trago, para evitar la catástrofe inmediata. Siendo consciente, eso sí, de que la hecatombe llegará; y con muy terribles consecuencias (vale, sí, soy dramático, pero eso ya lo sabéis).


En esta ocasión, en cambio, no he actuado así. Y podría haberlo hecho, de varias maneras, porque en ese jueguecito soy yo todo un maestro. Pero no, miruhté, esta vez, no. Por primera vez desde… desde… yo qué sé, desde que yo recuerdo, he intentado comportarme con un mínimo de coherencia. He escuchado y he respetado (que, creo yo, es la única forma de ejercer el amor); también me he escuchado yo y me he respetado a mí mismo. He gestionado como he podido la ansiedad y me he metido los dedos en el culo cuando un impulso me arrastraba a escribir mensajes que no debía enviar. Y me las he tragado gordas (sin connotaciones sexuales, en este caso). También es verdad que me lo han puesto relativamente fácil, todo hay que decirlo. La perplejidad y el vértigo del cambio han estado ahí, claro que sí. Pero en esta ocasión no han dominado mis comportamientos ni mis acciones. Medallita para el pequeño, oiga. A lo mejor es que he aprendido algo.

Mientras, me repito varias veces al día algunos mantras que me ayudan a no caer en mis propias trampas. El más recurrente dice que “si repites los mismos comportamientos, obtendrás los mismos resultados”. Esta frase tan ramplona, que podría estar escrita en un sobre de azúcar o en una taza del Ale Hop; tiene bastante mandanga. Porque no resulta nada fácil abandonar nuestra zona de confort (por muy poco confortable que sea). Da mucho miedo cambiar el signo de nuestras acciones más recurrentes: los nuevos resultados se nos antojan ignotos y amenazantes. No es que yo sea la persona más valiente ni razonable del mundo (ni mucho menos). Lo que pasa es que ya sé qué resultados obtendré si repito mis comportamientos habituales. Siniestro total. ¿A dónde me llevará un modus operandi distino? Pues ni idea. Pero entre susto y muerte… escojo susto. Creo que es la opción más inteligente. Ya os contaré qué tal me va.

Ahora que me estoy recuperando de los sobresaltos (han sido, como he dicho, más de uno), me he fijado un objetivo primordial: recuperar mi paz; volver a estar bien. Y esta vez quiero hacerlo sin cambiar unas adicciones por otras. Para conseguirlo, cuento con la inestimable ayuda de mucha gente excepcional, que me apuntala las rutinas y me acompaña en este proceso tan personal y tan peliagudo. Igual puedo conseguirlo (recuperar mi paz, digo), de una manera diferente a como lo intenté en el pasado. Creo firmemente que es posible.

Y ya está. No sé si se entiende algo de todo lo que he escrito. Ojalá que sí.


viernes, 16 de septiembre de 2022

48

 


Me tengo que comprar unas gafas de cerca. Nótese aquí el uso que hago de la perífrasis obligativa “tengo que + infinitivo”, en vez de la (más festiva) construcción de voluntad “quiero + infinitivo”. Lo escribo así porque no, no quiero comprármelas. Pero no me queda más remedio. ¿El motivo? Simple y fácilmente deducible: en las distancias cortas, estoy más ciego que Topacio. Y además, al ser mis brazos de longitud breve (como el resto de mi anatomía, por otra parte), pues ya no puedo alejar más de mi cara el móvil, la novela, el prospecto o lo que sea que pretenda descifrar. Así que, o encargo unas lentes para la presbicia, o me agencio un gadjetobrazo de dos metros, por lo menos. Qué derrota más grande, qué decadencia. Con lo que yo he sido.

Supongo que a ti, querido lector, esto de las gafas de cerca tres mierdas te importará. “Valiente mojón de argumento para una actualización”, estarás pensando, mientras abordas con cierta desidia esta nueva parrafada mía. Lo entiendo, lo comprendo… y hasta hace algunos meses, hasta lo habría compartido. Pero es que a mí me jode mucho claudicar en este asunto. Llevo meses resistiéndome; he intentado convencerme a mí mismo de que mantengo intacta mi capacidad visual. No es así, claro está. También he de decir a mi favor que ciertos autores de libros de instrucciones son unos auténticos hijos de la gran puta: con tal de ahorrarse espacio (y papel) te largan textos de letra tan mínima que ni con el telescopio Hubble se pueden leer. Me pasó hace poco con un ventilador que me compré en el chino (era un chino de los buenos, ¿eh? De los de tiras de led de colores y sudaderas con brilli-brilli. Mi paraíso estético, osea). Pues eso: traía el ventilador unas instrucciones escritas para linces ibéricos o águilas reales: ni con una lupa (la utilicé, os lo juro) se podían distinguir los caracteres. Ya me lo advirtió el simpático vendedor (chino, of course): “ventiladol fásil de montal, vienen instlucciones. Pelo si no, busca en el yotub, muchos vídeos”. Qué cabronazo, cómo sabía él que aquello estaba escrito con un pelo de pestaña mojado en (escasa) tinta. El mal rato, los sudores y las fatigas de muerte por descifrar esas microletras los pasé yo. Y mientras él, tan contento en su bazar, disfrutando de sus culebrones patrios. Mala puñalá le dieran al hijo de la gran… China (dicho siempre desde el respeto).

En fin: que sí, que vale, que me voy a comprar las puñeteras gafas de cerca. Mi resistencia y mi mosqueo por tener que hacerlo me han hecho pensar en lo jodido que puede resultar aceptar el paso del tiempo. No por la idea en sí (el tiempo pasa inexorablemente, y si deja de pasar… pues mal vamos, señal de que estamos muertos. Que se lo digan a Isabel II, con lo lejos que ha llegado conservada en ginebra); sino porque los minutos, las horas, los años; al transcurrir, te van pisoteando la cara; te van aflojando las carnes, otrora turgentes (estaba deseando usar esta palabra: “turgente”. ¡Es tan de la época del destape!); y te van limitando en tus capacidades, a muchos niveles. Que esto resulte totalmente inevitable no me consuela demasiado. Y eso que yo soy muy del discurso de que todas estas cosas hay que aceptarlas con alegría: las arrugas son bellos vestigios de las emociones vividas; la experiencia es un grado, y la juventud está sobrevalorada. Vale, todo eso lo pienso, y es una gran verdad. Pero cada vez comprendo más a las ancianas que se niegan a utilizar el andador; o apartan con terquedad el bastón recetado por su traumatólogo tras la fractura de cadera, o insisten en subirse a una escalera de mano para sacarle brillo a los altos de los armarios, con el peligro de desnucamiendo que esa actividad tan absurda conlleva. Esos pequeños gestos de profunda rebeldía, por muy irrazonables que nos parezcan, hay que entenderlos. Nadie celebra con una fiesta ir perdiendo facultades. Azín es.

Todo esto lo comento yo precisamente hoy que cumplo 48 castañazos. Y oye, ni tan mal. Jamás me ha dado por pensar eso de “si pudiera, volvería a mi época de adolescente” (para empezar, porque es imposible; y para seguir, porque tampoco fue tan superguay esa época, la verdá). Pero a veces miro a mi alrededor y me sorprende asumir que ya estoy casi en la cincuentena. ¡Joder, si hasta hace nada era un niñato! ¡Si hasta lo sigo siendo, en algunos sentidos! Vale que tengo lesiones articulares, pero todavía puedo lucirme haciendo rondadas a lo Nadia Comanecci (hay testimonio gráfico de esto, espero que no salga nunca a la luz). Estoy contento con mis triunfos, y procuro no regodearme mucho en mis fracasos (a veces lo consigo, a veces, no). Me siento bien, con bastante energía; con ganas de divertirme y de viajar y de conocer gente y de evolucionar. Así que felicidades para mí: que me quiten lo bailao, y que lo que está por llegar me coja con capacidad para la risa, el amor y la sorpresa. Aunque sea con gafas de cerca. Ahora que lo pienso, de hecho, me voy a comprar las puñeteras gafas como auto-regalo de cumpleaños. Ahí, poniéndole actitud a la cosa. Por mí, que no quede. Y vosotros que lo veáis (con presbicia también, coño, no voy a ser yo el único).

NOTA ACLARATORIA: Finalmente, tras mucho trabajo y muchos improperios, monté el ventilador del chino, y funciona perfectamente. Cierto que me sobraron tres o cuatro tuercas, todo hay que decirlo. Así que si aparezco una mañana convertido en hamburguesa de Javi… ¡pues ya sabéis la razón! Las culpas, a Pekín. Sus castas toas.


viernes, 22 de julio de 2022

IncONDiciONalMEntE


 

 “Te voy a querer toda la vida”; “Mi amor por ti es incondicional”; “Pase lo que pase, nunca dejaré de amarte”. MOJONES DE KILO Y CUARTO. 

Sí: he empezado esta actualización de un modo bastante directo. Diríase que agresivo: más asertivo que Díaz Ayuso en una convención de la Asociación del Rifle (por decir algo tremendísimo). Pero es que estoy hasta las narices (y más allá) de determinadas mierdas verbales. Y mentales. Me repito: Disney ha hecho mucho daño con el rollito del amor incondicional (y con otras moralinas también, pero hoy no tocan). Ahora voy, y lo explico.

Está de moda (entre determinada gente) decir alguna de las frases que abren este texto (o todas ellas; lo que, teniendo en cuenta que significan prácticamente la misma basura, pues no tiene mucho mérito). A mí me las han espetado alguna vez, imagino que con la intención de agradarme. O quizá para crear en mí una especie de sensación de deuda, de vínculo inquebrantable. Osea, para manipularme. En realidad, ahora que lo pienso, me quedo con esta segunda interpretación. Porque nadie en su sano juicio; o con una salud emocional medianamente equilibrada, puede decir semejantes idioteces sin sonrojarse. Bueno, admito una excepción: son frases que pueden funcionar si queremos alimentar determinadas fantasías románticas, en momentos de apasionada e incontrolada exaltación. Dar cierto cuartelillo a esos excesos sentimentales no me parece peligroso, siempre y cuando tengamos claro que nos movemos en el terreno de la ficción. Más allá de eso… pues no, mireuhté, esas palabras no quiero escucharlas ni que me den a cambio un pase vitalicio para los musicales de Broadway (valiente marica estoy hecho). Y tengo mis motivos.

Dejémoslo claro: no creo en el amor incondicional. Pero SUPERPARANADA: ni en el contexto de la pareja (o el trío, o la comuna, o la unidad afectiva que cada quien quiera construir); ni en el de la amistad, ni en el de la familia; aunque aquí debo abrirme a la excepción de las relaciones materno/paterno filiales, cuya intensidad, dimensión y durabilidad desconozco al no haber engendrado yo progenie alguna (Dios no lo quiera). En fin: que no, que no y que mil veces no. Lo del amor incondicional; lo de “para toda la vida”, “pase lo que pase”… Me parecen patrañas de la peor estofa. Primero, porque llegados a cierta edad ya deberíamos saber que nada (NADA) tiene por qué ser para siempre. Y segundo, porque esa idea del amor generoso y abnegado, que aguanta carros y carretas y permanece incólume foreverandever a pesar de los pesares; aparte de una mentira de las gordas, me parece un instrumento terriblemente peligroso, creado para la manipulación (propia y/o ajena) y el chantaje emocional. Y una cosa muy poco seria, la verdad. Quien utiliza esos argumentos más allá de los excesos románticos a los que aludía más arriba hace que me salten las alarmas. Y de las de PROSEGUR, que al menos por el nombre suenan a peligro superpeligroso.

Yo, desde luego, no amo a nadie incondicionalmente. Y cuando digo a nadie me refiero a NADIE. Por resumir: si insistes en darme palos, pues te mandaré al carajo. Mi amor por otras personas (sobra decir que amo mucho, y a muchas) está absolutamente condicionado por diversas circunstancias: admiración; respeto; empatía; generosidad; nostalgia (a veces). A la gente a la que amo me gusta tenerla cerca (aunque a veces esto no ocurra con frecuencia… ¡pero me gustaría!); deseo que le vaya bien, y, si puedo, colaboro en su bienestar (aunque muchas veces su bienestar está fuera de mis posibilidades y competencias). También espero de esas personas cierto grado de reciprocidad: no que me den lo mismo que yo les doy (lo cual resulta, además de imposible, muy poco enriquecedor); sino que me aporten ALGO (en el plano afectivo, digo). Como mínimo, espero que no me traten mal de manera consciente y reiterada (tampoco es tanto pedir). Nótese que he escrito dos veces la palabra “ESPERO”, y lo he hecho con toda la voluntad. Porque aquello de “amar es entregarlo todo sin esperar nada a cambio” me provoca arcadas secas, al considerar yo la frasecita como otro cliché absolutamente psicopático. O sociopático. Da igual. Quizá os resulte extravagante, pero no, no soy tan masoca como para darlo todo a cambio de nada (o a cambio de un mal trato, lo cual es peor). Si me agredes; si me desprecias; si me ignoras, me utilizas o me traicionas vilmente…. Pues dejaré de amarte. Así de simple… ¡y de doloroso!

A lo largo de mi vida me he visto obligado a dejar de amar a determinadas personas. No a muchas, la verdad. Hacerlo ha sido cuestión de pura supervivencia: cuando amas a alguien (al menos, a mí me pasa) te vuelves vulnerable a sus actitudes, palabras y comportamientos. Y si llega un momento en que todo eso sólo te provoca dolor… pues lo más saludable es extirpar a ese individuo de tu corazón y seguir adelante. En ocasiones esto pasa porque esa persona experimenta un cambio profundo (en general; o en su relación contigo). Otras veces ocurre que somos tan vanidosos (al menos yo lo soy, está claro) como para creer que alguna gente se comportará de determinada forma con todo el mundo, menos con nosotros. Ves su modus operandi con el resto de la sociedad, pero piensas: “conmigo, no, porque yo soy especial, a mí esas maldades no me las perpetraría nunca”. ¡Error!. Como dice ese bello proverbio: “quien tiene un vicio, si no se mea en la puerta, se mea en el quicio”. O en los dos sitios mismamente, tarde o temprano. Así es; así va.

Decía una amiga muy querida (no sé si la frase es suya, o la ha tomado prestada) que amar es un acto de voluntad. Estoy de acuerdo. Por eso pienso que desamar también lo es, aunque suene a frialdad y racionalismo extremos. Muy lejos de mi intención parecer una Margaret Tatcher de los sentimientos, con lo emotivo que puedo llegar a ser. Dejar de amar me resulta siempre un deporte emocionalmente devastador (vale, sí, sigo tan dramática como siempre). Al menos yo lo he pasado fatal dinamitando mi amor por personas que me eran muy afectas. Hay mucho de impotencia, frustración, decepción (propia y ajena) y dolor en ese ejercicio. Pero más lesivo me resulta sostener un cariño que sólo me aporta disgustos o enormes carencias. Así que entre susto o muerte, elijo susto. Llamadme conservador. Igual lo soy.

Hay quien justifica lo de “te amaré para siempre” desde la perspectiva de la nostalgia, de la siguiente forma: “Vale que hemos tarifado a muerte y ya no te quiero más de aquí en adelante, pero siempre permanecerá en mi alma el recuerdo inalterado del amor que un día te prodigué, y esa es una forma de amar maravillosa y eterna”. Pues mira, tampoco. Conmigo eso no funciona. Cuando yo dejo de amar tengo mis razones, que siempre son MUY de peso. Y esos motivos no se me olvidan, porque no sufro de amnesia profunda (a corto plazo, sí - mucha-), ni pretendo desarrollarla. Lo que he visto de tu ser; lo que me has demostrado de tus valores, tu forma de ver la vida y las relaciones, a mí no me vale. Me hace daño. No lo quiero. No es tanto lo que hayas podido hacer, sino la persona que he visto que eres. Eso, por mucho azúcar glass que quiera espolvorear sobre mi memoria, le contagia un sabor amargo a toda nuestra experiencia pasada juntos. Ha estropeado el recuerdo, no lo puedo evitar. Ni quiero, por otra parte.

Cerraré esta actualización con tres reflexiones finales: intentaré que sean breves para no batir de nuevo mi récord de extensión (¡qué tentador!):

1. Aunque desprecio profundamente la idea del amor incondicional, sí contemplo la posibilidad del amor de ida y vuelta. No me cierro a la idea de volver a amar a alguien a quien en su día decidí desamar (alguna rara vez me ha pasado), pero francamente lo veo complicado, porque puedo ser muy terco para mis quisicosas.

2. A estas alturas (o bajuras) de mi existencia, dudo que nadie de mi ecosistema emocional vigente me dé motivos para dejar de amarlo… ¡y espero no darlos yo! Más que nada porque ya nos vamos haciendo mayores, nos conocemos bien y dudo que tengamos mucha opción de cambiar. Así que guay.

3. Supongo…. Bueno, no; no supongo: estoy seguro de que alguna gente me ha dejado de amar a mí, con toda la voluntad del mundo. Y oye, lo entiendo perfectamente. No me considero ningún santo, y seguro que mi forma de actuar ha lesionado a más de uno. No creo que sean muchos… pero haberlos, haylos. Of course.

NOTA 1: Quiero dejar claro que esta actualización no surge de nada concreto que me haya pasado últimamente, ni va ligada a ninguna persona en especial. Mi grupo de desafectos es realmente mínimo… y, si estás leyendo esto, segurísimo al 100% que no perteneces a él. Y que tienes más aguante que Rocco Sifredi en una orgía. Eso, también.

NOTA 2: La foto es un googleazo de tomo y lomo. Me ha parecido tan cursi que no me he podido resistir...


viernes, 24 de junio de 2022

HoY


 

Me pasa de vez en cuando: tras un periodo de silencio bloguero, viene alguien y me espeta: “Javi, ¿por qué no actualizas tu blog? Me gusta leer las idioteces que escribes”. Bueno, vale: lo de las idioteces no me lo dicen (no frecuento gentuza de semejante jaez, al menos en este momento de mi vida); pero lo de que actualice, sí que lo dicen. Entonces me vienen las moralinas malas, porque pienso que no le dedico tiempo a este cyberescaparate que tan revelador ha sido (para mí y para parte de mi entorno) en situaciones críticas de mi existencia. O que, simplemente, me ha permitido expresar ciertas inquietudes, emociones e ideas, de manera más o menos ordenada y siempre bastante extensa (ejem). En general, me comentan que escribo tal cual hablo; y que es fácil reconocerme en mis textos. Supongo que es deformación profesional… y personal. Soy barroca, sí, qué pasa. El minimalismo está muy sobrevalorado. ¡Tela!

En fin: que el otro día una persona importante en mi ecosistema actual me animó a perpetrar una parrafada nueva. Mentiría si dijera que he estado dándole vueltas a qué escribir, sobre qué asunto reflexionar o qué anécdota surrealista (de esas mamarrachadas que me pasan a mí) glosar sobre este papel tejido de megabytes. No, no he hecho nada de eso, por lo que este texto sólo refleja lo que siento ahora, en este mismo instante en que he encendido el ordenador y me he puesto a darle a las teclas. ¿Qué saldrá de aquí? Pues ni pajolera idea. Veámoslo. Juntos, que siempre divierte más.

A ver… Estoy tranquilo. Aparte de lo de la pandemia, la guerra, la inflación y demás zarandajas que pueden llegar a afectarme mucho emocionalmente (eso me pasa por ver los informativos… o como queramos llamar a eso que ponen a las tres de la tarde en la tele); aparte de todo eso, digo… me va bien. Tranquilamente bien. Sin estridencias. Salgo y entro, o me quedo en casa vendo series. Sigue siendo fácil encontrarme en la calle con una Cruzcampo en la mano, pero ya me dan pereza las madrugadas. Veo a mis amigos menos de lo que quisiera (esto ya es un clásico en mi biografía), y el deporte sigue estando entre mis asignaturas pendientes. También he cogido unos kilos, lo cual me jode bastante (como siempre). Me cambiaron de trabajo y ahora me dedico a algo que no había hecho nunca antes, lo cual resulta estimulante para mis neuronas (y lucrativo para mi bolsillo, todo hay que decirlo). Me ofrecen proyectos emocionantes que no abordo porque… porque no me apetece, ahora mismo. No tengo grandes planes de viaje este verano, aunque volé a Londres hace poco en gratísima compañía, y lloré a mares en el musical de “Frozen” (“Do you wan’t to build a snowmaaaaannnn”… Ains...). Estuve de boda (muy feliz) en Burdeos y esta noche voy al concierto de mi futura nueva mejor amiga (a.k.a. Pastora Soler). Me inquietan los problemas de mi gente querida, pero afortunadamente nos son cuestiones graves (cruzo los dedos). Echo de menos a algunas personas con la que espero reunirme pronto, y que todo sea como si no hubiera pasado el tiempo. Hago karaoke (a veces con peluca); y sonrío como un niño viendo disfrutar a mis seres humanos afectos. ¡Ah! ¡Y ahora me regalan huevos de gallina de verdad y productos de una huerta auténtica! (además de otras cosas que alimentan mis emociones y me ocupan alegremente muchos momentos del día). Mi corazón está vivo, palpitante; tengo ilusiones y amor… y…. y…. y la familia bien, gracias. Eso es todo.

Así dicho, puede parecer que atravieso un momento un poco letárgico, yo que siempre me valaglorié de intensidades mil, en todos los aspectos. Y no, mireuhté. Superparanada. Con asombro, descubro que esta tranquilidad; este orden (relativo); y esta ausencia de montañas rusas (Germán las llamaría “volaoras”, mucho más graciosamente) me hacen bastante bien. Como decía más arriba, vivo aproximadamente tranquilo. Así que… Virgencita, que me quede como estoy. Esto se lo digo a la Macarena, que para eso es vecina, y amiga. De prestarnos la ropa, vamos. Uña y esmalte. Lo que la quiero yo (campanas aparte).

Voy a cerrar este sinsentido con una anécdota que no tiene nada que ver con lo anterior (o quizá sí...mmmm…). Ni siquiera me ocurrió a mí, pero se me ha venido a la cabeza y me apetece contarla, porque es MARAVILLOSA. El otro día mi amigo Germán (ya aparece mencionado dos veces en este texto, se ve que me ronda mucho la cabeza, y el corazón); Germán, digo, conoció a una chica latinoamericana con la que mantuvo una breve conversación, que paso a reproducir. IMPORTANTE: lo que dice esta muchacha (y con “muchacha” no me refiero a Germán, sino a la otra) hay que leerlo con acento sudamericano, y a poder ser, en voz alta, porque, si no, la anécdota pierde toda la gracia. Vamos allá:

Germán: (a la muchacha) “Hola, soy Germán, encantado”

Muchacha: (con dulce acento latino) “¡Igualmente! ¿Qué tal, cómo estás?

Germán: Pues bien, pero… (bostezando) ¡tengo un sueñoooo!

Muchacha: “Ay, ¡Pues ojalá que se te cumpla!”

No me digáis que no es para comérsela con papas (o con yuca, en este caso). Pues eso: que ojalá que se te cumpla. Y feliz viernes.

viernes, 14 de enero de 2022

CayEnDo en LaS RedEs

Venga, vale, lo reconozco: he tardado mucho en actualizar el blog. ¿Por qué? Pues por pereza, para empezar, que es un pecado capital bastante frecuente en mi día a día. Y también porque me daba un poco de vértigo sentarme de nuevo ante el teclado. En este tiempo he arrostrado muy diversas aventuras, en lo emocional, lo social, lo profesional y hasta en lo sexual. Muchas de ellas podrían ser motivo de chanza, carcajada, lagrimeo y/o reflexión. Hasta de un babuchazo en la coronilla, por capullo. Pero para mi reentré (galicismo perfectamente evitable, pero que a mí me superencanta) voy a abordar un asunto que me tiene consumidas las meninges desde hace ya bastantes meses. Quizá por eso no he escrito nada hasta hoy: necesito ordenar muchas ideas para ofrecer una perspectiva completa y razonable de esta realidad que hoy analizo. Seguramente no lo conseguiré (lo de “completa y razonable”); pero bueno: a petición de varios de mis fans (dos, en concreto), me pongo manos a la obra. O a lo que acabe siendo este texto, que, como es habitual, se sabe dónde empieza pero no dónde terminará. Que Dios nos coja confesados (y vacunados).

Voy a hablar de las redes sociales. Omnipresente universo en nuestro devenir cotidiano (al menos, en el de la mayoría de la gente), con más o menos presencia en la vida de cada cual. Quien más, quien menos, aquí todo quisque (esto es un homenaje a Rafa, no sé si lo leerá, pero va por tí!) le echa un vistazo al facebook, al instagram, al twitter, al tinder, al grinder, al tik-tok o a otros foros de similar pelaje. Forman parte de nuestra vida, consumen nuestro tiempo, nuestro interés, nuestra energía y hasta nuestra vista; y juegan un papel relevante (para unos más, para otros menos) en lo que sabemos de ese mundo que hay más allá de nuestro necesariamente limitado ecosistema vital. Hay mucho que decir al respecto, lo sé. O al menos yo tengo mucho que decir, desde lo particular hasta lo general. Seguro que el texto (que será necesariamente extenso, ya sabéis que no suelo lucirme en ese deporte tan saludable que es la sinopsis); seguro que el texto, digo, acabará siendo un batiburrillo incompleto de ideas hilvanadas. Iba a decir que lo siento… pero no, no lo siento. Así soy yo… o así estoy, con respecto a este asunto: abrumado, sobrepasado, sorprendido, escandalizado y afectado. Afectado porque me he visto inmerso (o, mejor dicho, me he sumergido) en una vorágine cybernética que no sé manejar del todo bien. Así es, lo reconozco. Diré a mi favor que a la hora de entrar en esa espiral he contado con cierta ayuda; y que hay gente (mucha; muchísima) aún más sustraída por el cybercuelgue que yo. Y esto me preocupa, la verdá. Bastante.

Empecemos por el principio: de mi pretérita relación con las redes sociales ya hablé yo en su día. De hecho hay una entrada en este blog al respecto (http://superbaleando.blogspot.com/2012/12/cyberamiguitos.html), no hace falta que la leáis. Tras revisarla, y con las perspectiva que dan los casi diez años que han transcurrido desde aquella reflexión (un poco naif la veo ahora), me temo que mi visión sobre el tema ha cambiado. Y no poco.

Decía entonces que en las redes tendemos a transmitir una imagen idealizada de nosotros mismos, mostrándonos no exactamente como somos, sino más bien como nos gustaría ser. Enseñándole al mundo nuestro perfil más favorecedor, matizado por ciertos filtros de impostura; añadiendo algo de purpurina a nuestra atribulada existencia para parecer un poquito los guays (nótese el uso del modificador “un poquito”, con su lacerante diminutivo, tan revelador de mis intenciones). Entonces las redes funcionaban así, supongo, y la cosa no tenía mucha más trascendencia. Pero todo evoluciona, y hoy el panorama me parece sustancialmente distinto, Voy a decir por qué, en mi (no tan) humilde opinión.

Para hacerlo, tomo prestadas las palabras de un psiquiatra tela de reputado. Vale, en realidad es el personaje de una serie de médicos, no recuerdo ahora cuál (son mi vicio, veo tantas que ya las confundo). En un emocionante capítulo, ese entrañable facultativo abordaba los problemas de una adolescente cuya estabilidad emocional se había visto altamente perjudicada por el uso (y el abuso) de las redes sociales. La pobre, de tanto postureo, ya no sabía ni quién era ella en realidad: ni se conocía ni se reconocía más allá del yonkismo instagramero en el que se había instalado. A cuenta de esa situación, este hombre sabio (o los guionistas, mejor dicho) nos regalaba la siguiente reflexión (recreo sus palabras, no me las sé de memoria… ¡Demasiada cerveza!… en fin…): “el problema de las redes sociales no está ya en que intentemos mostrarnos como nos gustaría ser a nosotros mismos; sino más bien como pensamos que los demás quieren que seamos, con la única intención de coleccionar seguidores y acumular muchos likes. O, lo que es lo mismo: de ser aceptados por un inmenso colectivo de gente desconocida a la que en realidad le importamos un mojón de kilo y cuarto. Y al hacerlo, vamos perdiendo nuestra esencia, nuestra identidad genuina, para convertirnos en un puñado de bits absolutamente carentes de personalidad y de criterio”. Qué mente tan preclara, qué forma de resumir alguno de los efectos nocivos del Instagram y sus congéneres. Premio Nobel para este hombre (o para los guionistas) a la voz de YA. O para mí, mejor dicho, que he recreado el discurso y le he añadido algunos gotitas de mi sutil ingenio. Si es que estoy perdiendo dinero, está cada día más claro.

Por motivos personales, he sido testigo de primera fila de esa dicotomía tan vertiginosa entre la realidad y la cyberficción en la que habitan algunas personas. Incluso yo mismo, como dije más arriba, he perpetrado actualizaciones que mostraban determinados aspectos de mi vida tan dulcificados, manoseados y tergiversados que ahora me parecen totalmente ajenos a mí. No, Javier, no; ajenos, no: es que has publicado fotos y textos directamente opuestos a la verdad de lo que estabas viviendo y sintiendo. ¿El motivo? Pues supongo que hay varios: ciertas dosis de narcisismo; unas gotas de autoengaño (aunque yo no soy mucho de eso: de autoengañarme, digo); y la voluntad de parecer superfeliz ante un público muy, muy concreto, entre el que yo mismo me contaba. En resumen, el ánimo de cubrir (erróneamente, por supuesto) determinadas carencias. En el camino, lógicamente, mis auténticas emociones se iban cyber-desdibujando, aunque a mi favor diré que yo nunca perdí la perspectiva de mi propia realidad. Igual es porque soy (en este caso, afortunadamente) demasiado viejo para dejarme seducir a tope por esos cantos de sirena. También ocurre que tengo una vida real bastante rica, en muchos sentidos, por lo que no necesito entregarme a las redes para sentirme aceptado, querido, admirado y acompañado. Suerte la mía, no cabe duda; algo bueno habré hecho, digo yo.

En fin: que a golpe de filtro, posturita, ángulo de cámara y textos pseudoprofundos; pienso que las redes, lejos de ayudarnos a conectar de forma sincera con los demás y con nosotros mismos, están jugando un papel opuesto y terriblemente perverso: se encargan de diluir nuestras aristas, de volatilizar nuestra esencia; y nos invitan a participar (en nuestra actitudes, nuestras apariencias y nuestras vivencias, sean estas reales o inventadas) de acuerdo con determinados clichés, con el objeto de ser aceptados y/o admirados por otros usuarios tan enajenados como nosotros mismos. Un ejercicio por otra parte inútil, ya que (esto lo he visto yo con mis propios ojos, y hasta lo he practicado alguna vez) la mayoría de los likes que emitimos o recibimos son fruto de un gesto automático: ni las fotos se observan con detalle, ni los textos (esto, mucho menos) se leen con atención alguna. Así, nos transformamos en otros para satisfacer a… a nadie, en realidad. Esto me resulta desoladoramente triste, sobre todo porque se trata de una dinámica muy exigente: al final, la persona siempre debe estar a la altura (o bajura) del personaje que proyecta a través de las redes, y esto (por imposible) siempre conduce a una enorme frustración. Y a una enorme soledad. Lo segundo me parece aún más lamentable que lo primero… y ya es decir.

Lo sabía: con esta actualización iba a batir mi propio récord de extensión… ¡y aún no he terminado! Tengo mucho más que vomitar a estos respectos, pero dejaré otros asuntos aparte para terminar haciendo referencia al archifamoso algoritmo. O algoristmos, porque ya no hay proveedor de contenidos que no lo utilice. ¡Ay, el agoritmo! Esa especie de Gran Hermano que todo lo ve, todo lo analiza y todo lo controla desde algún paraíso digital cuya localización desconocemos. El algoritmo… ¡qué gran invento! Gracias a él sólo nos cyber-relacionamos con nuestros correligionarios; y vemos, escuchamos y leemos todo aquello que encaja con nuestra propia forma de ver la vida y el mundo. Perdón… ¡perdón! ¿He dicho “propia”? No, no… Nada de “propio”, aquí todo debe ser colectivo; a poder ser, universal. El algoritmo, al filtrar los mensajes (de todo tipo) que recibimos; e incluso a las personas a las que cyberconocemos; funciona al mismo tiempo como un espejo deformante y como un censor: nos escamotea todo lo que pueda resultarnos molesto y ofrece a nuestros ojos una imagen de la realidad confortablemente afín a nuestras opiniones y deseos. Así, simultáneamente, nos va moldeando, puliendo, desgastando: nos extirpa el pensamiento crítico y hace que nos instalemos en la comodidad del que sabe que lleva la razón… ¡porque todo el mundo razonable y guay piensa igual que yo! Arcadas secas me da el algoritmo: no hay mayor instrumento para el narcisismo, la autocomplacencia y la masturbación social e intelectual. Y al que discrepe o se salga del target… que le pique un pollo. Así nos va. Aborregados pero hipnóticamente felices, nos dirigimos con docilidad a los fértiles prados de nuestro target de consumo. Y yo el primero, que conste. Puaj y repuaj.

Hasta yo mismo me he cansado de tantísima verborrea. Corto ya. Qué a gusto me he quedado.



viernes, 9 de julio de 2021

VAlenTíA

 


En los últimos meses he hablado mucho de mis miedos e inseguridades. En realidad es un asunto del que yo rajo bastante a menudo, de forma pública y notoria. Me muestro así de transparente, enseño mis fragilidades a la primera de cambio, igual a modo de peculiar terapia o para exorcizar esas ataduras psicológicas y emocionales que en ocasiones me limitan, me atenazan o me ahogan. Hay quien dice que ese ejercicio puede resultar tela de peligroso, porque, claro: si ventilo mis miserias tan alegremente, corro el riesgo de que algún desaprensivo las utilice para joderme la vida. Esto, obviamente, ha pasado algunas veces. Pero, para ser sincero y justo, son las menos. La inmensa mayoría de personas con las que me he cruzado en la vida; y que forman parte de mi ecosistema emocional; han abrazado esos lugares sombríos de mi alma; los han comprendido, aceptado y, en muchas ocasiones, hasta me han ayudado a llevarlos con cierta dignidad, que es (creo yo) lo más que podemos hacer con determinadas taras muy arraigadas en nuestras meninges. Así que pienso seguir así: caminando a pecho descubierto. Llamadme temerario. Igual sí que lo soy.

Pues eso: como cualquier hijo de vecino, tengo un buen puñado de miedos y complejos que me acompañan en esta especie de aventura que llamamos existencia. Algunos me gustaría sacudírmelos de un plumazo; y otros, en cambio, resultan herramientas tela de necesarias para evitarme situaciones que pueden provocarme daño. No, señores, no: no todos los miedos son malos. ¡Ni mucho menos! Por ejemplo: a mí me da mucho miedo conducir borracho (algo que hice en el pasado), y ese temor me parece de lo más saludable, ya que me evita la posibilidad de resultados catastróficos. En esta línea de pensamiento, hay otras cosas que me dan miedo (las drogas; determinado tipo de ambientes, personas y lugares; actitudes propias y ajenas) y, oigauhté, tan agusto. Quiero decir que la protección que esas inquietudes me generan la veo tela de productiva. Que sigan ahí, y por mucho tiempo. Lejos de atenazar mi libertad, me permiten llevar una existencia más pacífica y saludable. ¿Que me pierdo, por eso, vivir algunas experiencias y experimentar ciertas sensaciones? Pues vale. Hay tantas formas de disfrutar que si dejo algunas de lado tampoco me va a pasar nada. Ya está bien de tanto hedonismo, leches. Que lo del carpe diem y lo de “en esta vida hay que probarlo todo” queda muy de intrépida y moderna, pero cierta mesura también conviene (ya ves tú, lo digo yo, que soy tan mesurado como el fondo de armario de Paco Clavel. Ejem…).

Hay otros miedos, en cambio; que en vez de protegerme, hacen que no me aventure a desarrollar todo mi potencial como human being (el potencial que tengo, con todas mis limitaciones); o me incitan a tomar determinadas decisiones para instalarme en mi zona de confort (a veces tan poco confortable, la verdad). De esos sí que me gustaría librarme, aunque no sé si está en mi mano hacerlo. El miedo a la soledad; a no ser suficientemente excelente; al abandono; al cambio; al dolor (físico y emocional); a no recibir el amor que necesito; a salir de mis rutinas o renunciar a mis apegos; al fracaso, en cualquier ámbito; a no estar a la altura… En fin: taritas de lo más cotidiano, aliñadas con un buen chorreón de ansiedad. Por mor de ellas (de esas taras, digo) me veo muchas veces metido en berenjenales que ni quiero, ni merezco, ni me hacen feliz. Traicionándome a mí mismo y manipulando a los demás para convencerme/nos de que determinadas realidades no lo son tanto. Un mojón de kilo y medio, vaya. También por culpa (o, mejor, como consecuencia) de esos miedos, dejo de embarcarme en proyectos que me resultan embriagadoramente atractivos, lo cual es otro pedazo de mojón. Estamos trabajando en ello: a ver si con voluntad y disciplina consigo superar esas trabas mentales mías. O, por lo menos, hacer que no me fastidien mucho, que ya es bastante.

Por otra parte, también hay que decir que, a despecho de mis taras, he arrostrado a lo largo de mi biografía circunstancias que a priori me daban pánico, y, oye… he tirado pa´lante con bastante soltura. Me he enfrentado a la parálisis que mis miedos me provocan para llevar una vida más feliz, coherente y auténtica. Por eso, aunque a veces yo mismo me siento un poco (bastante) cobarde, hoy quiero desgranar algunas decisiones que demuestran que no; que de cobarde, nada. Como diría mi admiradísima Mariah Carey, “a hero lies in me”. O algo así. He sido (y aún soy) un tipo bastante valiente, y me lo voy a recordar, porque a veces se me olvida. Veamos:

- Fui muy valiente al aceptar mi homosexualidad (primero) y compartirla con el mundo (después). Esto parece un asunto menor, pero no lo es. Superparanada. Que se lo digan a aquel Javi adolescente, consumido por el terror al rechazo y la soledad que mi mente imaginaba como consecuencias seguras de mi salida del armario. Nada de eso pasó, afortunadamente. Pero los malos ratos que enfrentarme a todo aquello me provocó ya no me los quita nadie. Y aun así, tuve el coraje de aceptarme a mí mismo y compartir esa característica mía con los demás. Y aun lo tengo, porque vivo mi mariconez con toda naturalidad, sin enarbolar banderas ni ocultarme ante nadie. Ole por mí.

- Fue un acto de audacia venirme a Sevilla mientras mi abuela agonizaba en el hospital; y enfrentarme, en esas circunstancias, a mi primer trabajo en la tele. Y hacerlo además bien, oye. También me armé de valor para irme a Madrid a currar; y para volverme, rechazando atractivas ofertas laborales, al comprender que aquella ciudad no era para mí.

- Tuve mucho valor al montar una empresa de la nada, con el enorme riesgo económico y profesional que ello suponía; ¡y eso que ese tipo de aventuras ni se me pasaba por la imaginación! Fue muy corajudo crearla, defenderla, cuidarla y hacerla crecer. Y también fue valiente disolverla en su momento, con las enormes consecuencias emocionales que hacerlo me provocó.

- Me enfrenté a la enfermedad y muerte de mi madre con un arrojo que desconocía en mí. Y de este tema no quiero añadir nada más.

- Hay que tener mucho valor para apostar por ciertas relaciones sentimentales, y no hablo sólo de pareja (aunque aquí, más que valiente, igual he sido temerario); y también para ponerles fin, a pesar de todo el amor y la energía y el cuidado que quise poner en ellas (con mayor o menor fortuna).

Seguro que hay muchas más decisiones y comportamientos que demuestran las agallas que, si me lo propongo, puedo echarle a la vida. Pero me estoy quedando sin tiempo, y este texto es (una vez más) resulta ya excesivamente extenso. Sólo diré, para terminar, que hay que tener dos cojones bien puestos para escribir todo esto; para publicarlo, y compartirlo y airearlo a los cuatro vientos. Más aún en estos tiempos de postureo e impostura y supergayismo que nos ha tocado vivir. Y se acabó.


jueves, 10 de junio de 2021

CoMUniDad Gay

 


Leo mucho últimamente la construcción gramatical “comunidad gay”. En realidad, como es lógico, ya que estoy en este mundo y además soy maricón, se trata de un concepto que conozco desde long time ago (esto lo digo en inglés porque es un capricho que quiero darme… ¡queda tan de película Disney!). Podría haber escrito hoy acerca de otros muchos asuntos, más o menos personales. Pero no me apetece. Lo mismo es efecto de la vacuna, que me tiene la cabeza un poco como en esos días nublados y calurosos: osea, a las tres menos cuarto. Recondúcete, Javi, que te pierdes: lo de la comunidad gay. Vamos a tocar un poquito los cataplines, que en esa disciplina deportiva eres un crack.

Veamos: ¿a qué comunidades pertenezco yo? ¿En qué consiste ser parte de una comunidad? Pues al margen de lo que diga el diccionario (que en este caso, me la pela); para esta pequeña persona que aquí os escribe, ser miembro de una comunidad significa sentirse unido social, emocional, intelectual o laboralmente a determinado grupo de personas, más o menos amplio. Así, me siento unido a la comunidad de mis amigos (que son, en realidad, varias comunidades, ya que por fortuna mis amigos son numerosos, y muy variados); a la comunidad de mi empresa; o mejor dicho, de parte de ella, ya que somos más de mil trabajadores y sólo tengo contacto laboral y social con unos pocos; a la comunidad de mi familia, y ni siquiera a todos mis familiares puedo incluirlos en ese grupo, ya que con algunos de ellos no tengo ningún tipo de contacto. ¿Me siento miembro de otra comunidad? Pues diría que, ahora mismo, no. Ni siquiera a la comunidad de mi vecindario, ya que (así son las cosas en nuestros días), mi relación con los vecinos se limita a un cortés saludo cuando nos cruzamos, tras nuestras mascarillas, en el portal. Tampoco a la comunidad de “los andaluces”, porque somos ocho millones de criaturas, cada una de su padre y de su madre; y lo único que me une a ellas es el azar de haber nacido más abajo de Despeñaperros. Ya no digamos comunidades como “España” o “Europa”, que son fantasías creadas para aportar cierta cohesión social e invitarnos a trabajar en grupo por los intereses colectivos, o algo así (hay que leerse “Sapiens, de animales a dioses”, para entender bien este concepto. Os invito a hacerlo).

 Así visto, ¿pertenezco yo a la comunidad gay? Para saberlo, primero deberíamos definir qué significa ser maricón (lo digo de este modo porque la palabra “gay” me parece una auténtica cursilada; y el vocablo “homosexual”, incompleto desde su propia etimología). No voy a meterme yo en semejante berenjenal, porque no tengo ganas (estoy un poco abúlico esta mañana); y porque otras personas ya han fijado esa definición de manera muy precisa y aguda. Pero sí diré que no; no me siento parte de la “comunidad gay” (en caso de que esta exista más allá de determinados intereses económicos e ideológicos). ¿Por qué? Pues porque lo único que me une al resto de maricones del mundo es una cualidad compartida (la mariconez), que es una mínima parte de lo que yo soy como human being. Ni siquiera es la parte de mi personalidad que más me define. A la gran mayoría de los maricones del mundo ni siquiera los conozco; y con los que he tratado, me ha ocurrido como con el resto de las personas: algunos me caen bien; otros mal; a algunos los quiero, y a otros no; con algunos comparto valores, aficiones y opiniones, y otros están absolutamente en mis antípodas. Sin más. Tampoco me siento parte de la “comunidad de los hombres con cresta” ni de la de “personas bajitas”. Así de simple. Además, me da mucho coraje que, por el simple hecho de ser yo marica, se me presupongan determinadas actitudes, comportamientos e ideas. Qué coñazo tanto cliché, estereotipo y pensamiento único. Como mucho, podría admitir que pertenezco al colectivo (atención a esta palabra, “colectivo”, con implicaciones emocionales tan distintas de las de “comunidad”) de “personas homosexuales de occidente”, porque es cierto que hay determinadas cuestiones legales, sociales y administrativas que me afectan a mí de la misma forma que al resto de maricones por el simple hecho de serlo. Lo cual es bastante triste, en pleno siglo XXI. Pero vamos, que igual que me parecen indignantes las discriminaciones y agresiones homófoba, me resultan nauseabundas las que se producen por motivos racistas o machistas. Y toda la violencia en general. Faltaría más.

Sí que entiendo que, como individuos, todos necesitamos sentirnos parte de una comunidad. Esto es muy razonable, y quienes, para encontrar sus propias soluciones emocionales y sociales, decidan abanderar su pertenencia a la “comunidad gay”… pues están en todo su derecho. Si así se sienten mejor... ¡ole por ellos! Lo veo hasta saludable (siempre, claro, que para para ello no renuncien a su propia esencia como individuos; y pasen por determinados aros actitudinales, ideológicos, económicos, morales o políticos que en el fondo les son ajenos). Cada uno que busque su propio espacio, y su propia felicidad como mejor vea. No hay más. ¡Ni menos!

Ea, ya está. Seguro que ya he levantado más de una ampolla (sin chistes fáciles). No es mi intención, desde luego. Nunca he sido un provocador. Pero sí me gusta creer que tengo opiniones propias, y puedo expresarlas y compartirlas. Espero que tú, querido lector, opines de la misma forma.